Pedro J. Ramírez: «Los zorros y el armiño» la obligación de Rivera «es hacer la más bella carrera»

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«En todo caso la ventana de oportunidad está ahí  y la obligación de» Albert Rivera, «líder de Ciudadanos, es hacer, como decía Montaigne, ‘la más bella carrera’ posible, Puntualiza el exdirector del periódico ‘El Mundo’, Pedro J. Ramírez en su carta semanal. «Sólo cuando sepamos cuántos escaños tenga cada uno en el Congreso de los Diputados habrá llegado la hora de colgar el armiño y sentarse con los zorros, programa en ristre», sostiene Pedro J. en su carta que emite este sábado 16 de abril 2015 el diario ‘El Blog de El Español’ que ya tiene 5.624 accionista y anuncia que a partir del próximo. «otoño» 2015, nace «el periódico ‘El Español’.

 Los zorros y el armiñoPedro J Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo, en 'La maza De Mariano En La Nuca De Rodrigo Rato...

Lo que hoy representa Ciudadanos lo representaba hace un siglo el Partido Reformista: una esperanza frente al bipartidismo, una oportunidad de superar la corrupción inherente al turnismo de los partidos dinásticos, un cauce para la participación de los intelectuales en la vida pública, un elemento de movilización de los sectores mejor formados y más exigentes de la población. No es de extrañar que su líder, el abogado asturiano Melquíades Álvarez, escuchara cantos de sirena similares a los que ya arrullan a Albert Rivera en Andalucía y pronto le arrullarán en toda España. Su gran error, precisamente en mayo de 1915, fue dejarse seducir por uno de ellos.

El Partido Reformista había nacido tres años antes, fruto de una escisión en el ala moderada del bloque republicano, y pronto había recibido el valioso apoyo de la Liga para la Educación Política de España, promovida por Ortega, Azcárate, Pérez de Ayala, Azaña, Cajal o Fernando de los Ríos. No era un brindis al sol. A diferencia de lo que ocurría aún con el PSOE, su accidentalismo permitía a los reformistas colaborar con la Monarquía y convertirse en la opción de una minoritaria pero emergente tercera España.

La Primera Guerra Mundial marcaba la agenda. La creciente frustración ante la inoperancia del gobierno conservador, presidido por ese Rajoy con quevedos que era el incoloro, inodoro e insípido Eduardo Dato, sirvió de palanca aquella primavera al conde de Romanones, líder del añejo Partido Liberal, para hacer un movimiento audaz. En un mitin celebrado en Mallorca, quien pasaría a la historia como paradigma del caciquismo emplazó al Partido Reformista a plantear una alternativa conjunta a la esclerosis de la derecha. Tras consultar con la dirección de su grupo, Melquíades Álvarez le contestó en Granada, mostrándose receptivo “si se trata de un empeño serio, verdaderamente liberal y democrático” y ofreciéndole nada menos que “una colaboración entusiasta, apasionada, decidida, generosa, resuelta”.

Ortega montó en cólera y escribió un artículo mucho menos notorio que Bajo el arco en ruinas, De un estorbo nacional o El error Berenguer pero tan vigoroso como todos ellos. Lo publicó el 14 de mayo -tal día como este último jueves- en esa revista España de la que los promotores de EL ESPAÑOL nos declaramos no herederos, que sería petulancia, sino feudatarios. Se titulaba Un discurso de resignación y abominaba de la proyectada entente “con el viejo partido asmático y caduco que ha extirpado de la conciencia pública casi todas las esperanzas”. Tan “asmático” como el PP de Rajoy, por mucha bici que le pongan debajo; tan “caduco” como el PSOE que vuelve a las andadas en Aznalcóllar.

“¿Cómo es esto posible?”, se preguntaba Ortega, si “nació el Partido Reformista a su vida actual como un afán de nuevos usos políticos”, aglutinando a “quienes habían hecho de su no incorporación a los dos partidos gobernantes su formal actitud política”. Y sin excluir a nadie por razones generacionales, como atolondradamente hizo el otro día Rivera, precisaba: “Para los que no somos aun viejos significaba el primer partido ‘nuevo’, el primer partido ‘otro’. Es decir otro que el liberal y el conservador”. Eso es lo que ocurre hoy con Ciudadanos, una opción esperanzadora porque pensamos que no actuará ni como el “asmático” ni como el “caduco”. Ya veremos lo que es; de momento nos gusta lo que no es.

Sin tapujos ni medias tintas, Ortega recordaba la gran prioridad, casi telúrica, que había fijado el año anterior en su discurso del Teatro de la Comedia: “Es preciso aniquilar a esos dos partidos monstruosos que están en pie como dicen que, después de muertos, siguen en pie los elefantes”. Su argumento clave -tan vigente hoy- era que si “los españoles han llegado a pensar que todo político no es sino un ambicioso vulgar o un vulgar negociante”, los culpables eran “aquellos dos partidos que han tenido desde hace cuarenta años delante de sus ojos… dos partidos que han sido los grandes fabricantes de la desesperanza española”.

Exactamente eso podría decirse del PP de la Gürtel y del PSOE de los ERE. Ellos representan la usurpación partitocrática mediante las listas cerradas y bloqueadas, la politización de la Justicia y la negativa a asumir ningún tipo de responsabilidades que precarice el empleo estable de su legión de colocados.

Pedro J. Ramírez Los zorros y el armiño la obligación de Rivera es hacer la más bella carrera
Ilustración: Javier Muñoz

Frente a la vieja política urgía, urge, alumbrar y dar visibilidad a la nueva política. “Vano será que el Partido Reformista aspire a la libertad y a la democracia si no se cuida de colgar a la cabecera de su política una piel de armiño”, advertía Ortega. “En política no basta ser lo que se es: hace falta parecerlo”. Antes de concluir el artículo se recrearía dos veces más en esa metáfora de la inocencia política, que es la que en buena medida sigue envolviendo a Rivera desde que se fotografiara in puris naturalibus cuando se presentó por primera vez a las elecciones.

El consejo de Ortega al Partido Reformista era claro: debía “mantener intacta su piel de armiño y aguardar, si se cree que no es ahora buen tiempo, a cumplir con su solo brazo alguna hazaña”. O sea, mejor solo, que mal acompañado. Ante todo conservar la virginidad. Que la impaciencia no arruine el empeño por administrar mal los tiempos. Y la requisitoria final también era inequívoca: “¿Qué va a ganar el armiño sin más arma que su blancura, emparejándose con el zorro?”. La pregunta sirve igual para la Sevilla de la Susana Díaz al borde del ataque de nervios que para Madrid o Valencia, corroídas por la corrupción popular.

No todos los intelectuales reformistas pensaban como Ortega. Su amigo y miembro del equipo fundacional de España, Luis de Zulueta, le replicó en las páginas de la revista, subrayando  desde una perspectiva posibilista “lo ineficaz que resultaría una política desligada de los partidos actuales” pues “equivaldría a tomar de nuevo la posición crítica, infecunda, fracasada de los partidos republicanos, sin poder agitar siquiera como ellos el espectro de la revolución”.

Esto implicaría decir ahora: ojo que Ciudadanos no es Podemos, que no es una fuerza rupturista sino reformista, que no está contra el sistema constitucional sino contra su degeneración. Ortega hizo una contrarréplica sardónica -“Por lo visto la capacidad de realismo se determina según la distancia a la que se esté del conde de Romanones”- y las espadas quedaron en alto.

En noviembre de 1915 se celebraron elecciones municipales y Melquíades Álvarez aceptó participar en candidaturas de concentración con los liberales. El triunfo fue para los conservadores con 2.473 concejales en ciudades de más de 6.000 habitantes, mientras los liberales lograron 1.802 y sus socios reformistas tuvieron que conformarse con 162. Pese a tan magro resultado, Melquíades Álvarez contribuyó decisivamente a la estrategia de cerco parlamentario que desembocó a continuación en la caída del gobierno Dato y su reemplazo –según las reglas del turno dinástico fijadas en el Pacto del Pardo- por uno encabezado por el conde de Romanones.

Melquíades Álvarez rechazó con dignidad –como dice Albert Rivera que harán los dirigentes de Ciudadanos que no ganen en las urnas- la cartera ministerial que se le ofreció, pero mantuvo su apoyo a los liberales. En abril de 1916, con un intervalo de cinco meses, igual al que probablemente habrá ahora tras las municipales, se celebraron elecciones generales y el Partido Reformista no pasó de catorce escaños. Por no atreverse a ser alternativa, apenas había llegado a comparsa.

“Para eso”, había advertido el entonces órgano republicano El País, “maldita la falta que hacía el reformismo”. Según el certero análisis del historiador Manuel Suárez Cortina, aquello era la “evidente muestra de que el aparato caciquil mantenía por sí mismo sus límites” y de que el Partido Reformista, “sin una línea de acción bien definida”, había sido “incapaz de limar votos ni a la izquierda republicana ni a los partidos dinásticos”.

La política actual es muy distinta a la de la Restauración. Fundamentalmente porque la Corona no toma iniciativas en favor de uno u otro partido y porque las elecciones son limpias dentro de su trampa original: el encasillado lo siguen trazando las cúpulas dirigentes pero ya no lo rellenan los caciques sino los votantes. Sin embargo, pese a esas dos diferencias nada banales, la encrucijada de Ciudadanos es la misma que afrontaba el Partido Reformista hace cien años.

También se parece mucho al dilema del CDS hace un cuarto de siglo. Adolfo Suárez cometió de hecho el mismo error que Melquíades Álvarez al prestarse a servir de “perchero” del PSOE, ensanchando su ajustada mayoría de octubre del 89. Su pasteleo en el histórico pleno del caso Juan Guerra del 1 de febrero del 90 fue el principio del fin de ese antepenúltimo proyecto centrista en la política española.

Podría alegarse que el penúltimo -la UPyD de Rosa Díez- está en vías de liquidación precisamente por lo contrario. O sea por su integrismo identitario y su falta de flexibilidad ante las ofertas de pactos. Y al margen de que no es lo mismo dar calabazas al afín que hacerlo con el distante, es preciso reconocer que en el juego de la política tan equivocado como pasarse es no llegar.

De ahí que lo conveniente para Albert Rivera y para cuantos españoles vean en Ciudadanos un instrumento de regeneración democrática y cambio político, sea apurar al máximo el ciclo expansivo que le otorgan las encuestas, reafirmándose como alternativa al bipartidismo de los “asmáticos” y “caducos”, sea cual sea el resultado de las elecciones del próximo domingo. Eso implicaría facilitar la gobernabilidad de ayuntamientos y comunidades a través de la abstención, sin jugar en ningún caso a Bertrand Duguesclin, es decir sin poner encima a quienes hayan quedado debajo, y sin implicarse en pacto alguno de legislatura, o menos aún de gobierno, en ningún sitio.

Se trataría de concurrir a las elecciones generales impolutos, con la disposición, el propósito y la posibilidad de ganarlas. Bastaría con que Ciudadanos tuviera de aquí a fin de año la misma progresión del último semestre para que se convirtiera en la fuerza más votada. Puede parecer una quimera pero las series demoscópicas indican que no lo es.

Es cierto que “los milagros, Sancho, son cosa que sucede rara vez”, que lo normal es que Albert Rivera, con los focos permanentemente encima, siga cometiendo errores como el del AVE o el del rasero efebocrático y que hay que contar con que todos los que viven del bipartidismo presenten esos escuetos charcos como océanos inabarcables. En todo caso la ventana de oportunidad está ahí  y la obligación del líder de Ciudadanos es hacer, como decía Montaigne, “la más bella carrera” posible. Sólo cuando sepamos cuántos escaños tenga cada uno en el Congreso de los Diputados habrá llegado la hora de colgar el armiño y sentarse con los zorros, programa en ristre.