Covid 19 y la cultura. 924 pueblos de España sin sus vírgenes de agosto

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FOTOGRAFÍA. MADRID (ESPAÑA), 15-08.2019. Bomberos sacan al exterior el cuadro de la Virgen de la Paloma, durante la tradicional procesión de la Virgen de la Paloma que tiene lugar en el centro de Madrid. Efe 

Efe – Desde tiempo inmemorial, cerca de 1.200 pueblos de España celebran sus fiestas en torno al 15 de agosto con procesiones, bailes, verbenas, carreras y competiciones: de la Paloma, en Madrid, al Barrio de Gracia, en Barcelona; de Cee, en A Coruña, a Dos Hermanas, en Sevilla. Pero este año no, este año va a ser “la fiesta más triste del siglo” por culpa del coronavirus. Madrid (España), sábado 15 de agosto de 2020.

La covid y el miedo al contagio han podido más que la tradición. Pueblos de toda España han cancelado o reducido a la mínima expresión las celebraciones de la «virgen de agosto», que se celebra en 924 pueblos de toda España en sus distintas acepciones (la Asunción, la Paloma, la Virgen del Pino, la de Begoña…).

También san Roque, san Bartolomé o santa Rosa de Lima, que tradicionalmente celebran su día grande en estas fechas han caído ante la apisonadora de la pandemia; como lo han hecho la Feria de Málaga o la Semana Grande de Gijón; competiciones deportivas como las carreras de San Lúcar de Barrameda o la fiesta palentina de las Piraguas y el descenso del río Pisuerga, los fuegos artificiales de Mallorca o San Sebastián; las recreaciones históricas de Tenerife, Soria o Jaén.

Por no hablar de los toros: este año solo hay anunciados ocho festejos, de los que cuatro son corridas de toros, y una sola novillada con pica

dores, cuando el año pasado, entre los días 13 y 16 de agosto, se celebraron en España y Francia un total de 57 festejos mayores: 30 corridas de toros, 12 novilladas con picadores y 15 de rejones.

«Es un desastre, un drama para miles de familias que viven de las verbenas y las ferias; va a ser la fiesta más triste del siglo, nadie recuerda algo así», dice con pesar el responsable de la pastoral de Circos y Ferias de la Conferencia Episcopal, el sacerdote José Aumente, que lleva desde marzo intentando paliar el hambre y la desesperación de las cerca de las 200.000 personas y casi 32.000 familias de feriantes que “lo han perdido todo”.

«Y los circenses lo tiene aún peor, porque estos ni siquiera tienen una casa o un pueblo al que volver, se han quedado aparcados en tierra de nadie, y nadie les hace caso», dice indignado, convencido de que quienes ha prohibido los festejos «tienen una paga fija que le cae todos los meses y están tan cómodos en sus sillones oficiales».

También con «bastante vértigo» aguardan los propietarios de bares y locales acostumbrados a «llenar hasta el desborde» este fin de semana y hoy esperando juntar al menos a los parroquianos más fieles.

Matías Muñiz, de 38 años, es la tercera generación al frente del bar Muñiz, en la calle Calatrava de Madrid, epicentro de las fiestas de la Paloma, y el único que este año se ha animado a decorar su local con mantones y farolillos, e incluso a contratar a un organillero para que el chotis siga sonando; «aunque sea un año raro, Muñiz tiene que celebrar la Paloma», dice sonriendo tras la mascarilla negra con que se protege.

Acodado en la barra del Muñiz, Julián Torres, albañil y costalero de la Virgen de la Paloma, recuerda cómo «cuando yo era chinorri, aquí se regalaba limonada, chocolate con churros, se organizaban competiciones de la rana; este año ni procesión, ni bomberos ni ná, solo han dejado el descuelgue del cuadro y la misa, por invitación».

También en la localidad de La Alberca (Salamanca), las fiestas, declaradas de Interés Turístico Nacional, han quedado reducidas a la mínima expresión: ni el Ofertorio y la procesión de las cofradías con las mujeres ataviadas con el “traje de vistas”, ni el auto litúrgico medieval en el que el bien vence al mal en la lucha contra el dragón de las siete cabezas, ni las verbenas, competiciones y fiestas.

«El 70 por ciento vive del turismo, pero somos conscientes del peligro y la necesidad de ser prudentes», dice emocionado el alcalde, Miguel Ángel Luengo, que ha suspendido todo salvo la misa mayor y relata cómo los más viejos del lugar se le acercan por la calle «medio llorando, a decir que ni en la Guerra Civil se dejaron de celebrar las fiestas».

Resignado, Luengo reconoce que «estamos todos con el corazón roto, pero el año que viene volveremos con más ganas».