Redacción – Recordar el atentado yihadista ocurrido en Barcelona, nos obliga a reflexionar sobre lo que ha sucedido desde entonces. Está ausente la tranquilidad que permitía a los ciudadanos recorrer las Ramblas, saludar con la mirada a los demás viandantes, contar los distintos edificios emblemáticos que se dejaban atrás, sea la iglesia de Belén, el Liceo o pararse a contemplar figuras humanas inmersas en sus nuevos entes de ficción, maquillaje y trajes, con semblantes rígidos, inmóviles cual escultura para deleite de los que curiosos detenían su paseo. Ese sosiego no encuentra ahora el ambiente adecuado.
Bolardos, policía desbordada por tanto turista y siempre el sobresalto de un atraco, un acto violento u otro delito.
Pero lo más impropio después de aquellos sucesos espantosos, fue la manipulación que cierta clase política hizo de la muerte de tantos inocentes. Ya desde la posterior manifestación presidida por el jefe del Estado, una concentración transformada en algo muy distinto al respeto que merecían las víctimas del atentado y la figura del rey Felipe VI, se materializó la ausencia de los compromisos a los que se debe cualquier partido inmerso en el escenario democrático.
Constantes fueron los abucheos e insultos dirigidos a las asociaciones cívicas que en repulsa al atentado desfilaban a lo largo del Paseo de Gracia, siendo Espanya i Catalans la que concentró los máximos ataques por llevar una pancarta que hacía referencia a España. Los exabruptos salidos de las bocas de adolescentes eran el sello de las aulas que desde más de treinta años ha controlado la Generalidad nacionalista.
Una ciudadanía, en su mayoría marginada y privada de sus derechos, ha visto el paso de las legislaturas sin la satisfacción que merece todo aquel que está bajo el marco legal de una democracia liberal parlamentaria. Los órganos oficiales, públicos al servicio de todos y por todos sufragados, sólo han representado a los adictos a esa fantasía, la nación catalana, inventada por los doctrinarios, los elegidos pues es así como se siente esa élite burguesa, encerrada en si misma, temerosa de competir por si otros mejor preparados, les impidieran dirigir el destino de su terruño.
El pasado 17 de agosto, se repitió la bufonada, un acto en memoria de los asesinados por los embajadores del terror pero sin los obligados comunicados de condolencia y con la ausencia de parte de las entidades representantes de los afectados por la barbarie del hombre. No termina aquí el vil uso de la muerte de personas que disfrutaban de un transitar por el paseo más entrañable de la ciudad, desde la plaza Cataluña hasta el paseo Colón. Ahora los ideólogos del «Procés», después del uso ilegal de las instituciones y del erario público, acusan al Estado de ser el artífice del atentado, de haberlo preparado para impedir la ruta de desconexión emprendida por «el pueblo catalán». Con esa distorsionada conciencia argumentan y se hacen dueños de la opinión de los ciudadanos cuando no ostentan el apoyo ni de la mitad de ellos y en caso de que el voto valiera igual en cada una de las provincias catalanas, sería ridículo el resultado.
Se ha llegado a una situación límite si es que se desea retornar al sendero de la libertad y el respeto de la ley.
Ningún Estado homologado a nuestro sistema político consentiría la burla, la ofensa que desde hace mucho vienen infringiendo los nacionalistas. La libertad de expresión tiene también sus pautas, por eso impide que desde las mismas instituciones se fomente la destrucción de la Nación que ha habilitado una convivencia en democracia, con una Constitución refrendada por el voto mayoritario de los ciudadanos y aprobada por las Cortes el 31 de octubre de 1978.
Cuando se clarifique cuál será nuestro presente, si ocupará la presidencia del gobierno el señor Sánchez o se convocarán nuevas elecciones, es prioritario encajar el funcionamiento institucional con los medios legales que señala el sistema.
Ana María Torrijos