Por qué detesto la ciudad de Madrid, por Amaya Guerra

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FOTOGRAFÍA. MADRID (ESPAÑA), OCTUBRE DE 2020. El palacio de Cibeles es el más destacado de los edificios de la plaza de Cibeles en Madrid (España). Imagen creada por Freepik. Lasvocesdelpueblo (Ñ Pueblo)

De niña visité la villa de Madrid en escasas ocasiones, como adulta pasé más de un año obligada a viajar a ella cada tres meses; respiraría aliviada si tuviese la certeza de que no voy a regresar.

En la distancia, Madrid se perfila como una ciudad efervescente, llena de vida y futuro. La primera sensación que experimenté al arribar a ella como adulta fue desolación, a causa de la omnipresencia de masas agotadas y hastiadas. No observo humanidad, sólo despersonalización y desarraigo. Percibo mi psique deteriorada y mi sensibilidad pisoteada cada vez que visito esa villa.

Mire donde mire, encuentro plástico y cemento, y me es difícil hallar una mesa en un restaurante o una estantería en una oficina, que tengan una obsolescencia programada superior a meses o que hayan sido diseñadas con cierta dosis de gusto o personalidad. No espero artesanía, pero, ¿es necesaria la masificación en cada rincón de la vida, la pérdida de carácter propio, de cultura?

La globalización oficialmente se desarrolló con el fin de acercar aspectos positivos o constructivos de una cultura a otra, no para arrinconar una civilización sólo porque no resulta tan comercial como otras. La globalización tiene como efecto diario triturar una de las lenguas más ricas del planeta, reducir y simplificar alarmantemente el vocabulario diario de los habitantes (y con ello su pensamiento): actualmente en España y sobre todo en la capital, es inusual encontrar un escaparate, especialmente si está orientado a un público joven, en el que se anuncien rebajas utilizando la palabra española. En las empresas, máxime si son S.A., tu jefe ya no es tu jefe, estás obligado a utilizar un término extranjero porque es vital resultar guay, modernito: team leader. Y los viernes después de comer toca jugar al corro de la patata con los demás empleados, porque según un gurú de internet al que besan el culo los de Recursos Humanos, ello favorece el acercamiento emocional-afectivo de sus súbditos, logra que se sientan una familia, que olviden que están donde están por dinero. Como todos, como ha sido siempre. Al tiempo, el término familia está casi proscrito para referirse a las auténticas familias, que ahora son miembros convivientes.

El siglo XXI ha convertido al ser humano en máquinas de trabajo, elementos productivos, volviendo económicamente viable y más atractivo en la superficie tener 40 años y seguir compartiendo piso como un posadolescente y empleando el tiempo libre en tragar series hasta anestesiar la conciencia y el criterio, que ocupar un espacio propio y dedicarse a construir una familia, ese elemento que nos humaniza, nos fortalece, y genera cohesión social. Es más lucrativo aislarnos y enjaularnos, mientras en la pantalla intentan convencernos de la evolución extraordinaria que hemos alcanzado respecto de nuestros abuelos, esos pobres campesinos crédulos que no saben de tecnología ni lo que significa cool.

En España, Madrid es el epítome de la mentalidad de usar y tirar, la ausencia de valoración de ideas, personas y cosas. Nada importa, sólo desechar y gastar dinero, arrasar el planeta y la cartera, porque ahorrar y comprar para que un artículo perdure, es propio de abueletes.

Contemplo en Madrid una velocidad enfermiza, se vive para poner a prueba la equiparación humana con los caballos de un motor, hasta que la cadena se sale o la máquina empieza a oler a chamusquina, hasta que el ser humano sufre depresión paralizante, un amago de infarto o cáncer. Entonces es empujado a los márgenes como una cosa que ha alcanzado su obsolescencia programada. Es irrelevante, existen cientos de personas rezando para ocupar el mismo puesto.

No encuentro en Madrid cultura, esos elementos enraizados que configuran una sociedad: un pasado que une y valores que cohesionan y orientan el futuro. Sólo tropiezo con carteles y vallas publicitarias protagonizadas por gente invariablemente joven, deformada hasta lo humanoide por efecto de los filtros, con dientes blanqueados y sonrisas a punto de rasgar los músculos faciales, una publicidad que ofrece una situación alienígena de hiperfelicidad agresiva y superficialidad exterminadora. Mientras, la mujer que me alimenta en el restaurante es de mediana edad, luce ojeras, no levanta los ojos de los zapatos, parece llevar años viviendo con el piloto automático, y exteriormente uno diría que todo a lo que aspira en la vida es a disfrutar de unos minutos de silencio y que un día de cada siete pueda dormir ocho horas.

La publicidad, que es antónimo de raíces, durabilidad y honestidad, conforma un planeta ajeno, y nos acecha como el diablo para engatusarnos con el objeto de que sacrifiquemos nuestras horas, salud y cartera en intentar semejarnos a lo que nunca alcanzaremos: la receta perfecta para la depresión y la amargura.

Otro rasgo característico de Madrid es el ruido permanente, lo cual maltrata el sistema nervioso e imposibilita el sueño nocturno en suficiente cantidad y calidad. Ambos hechos empujan a la depresión, la irritabilidad, la agresividad, y la disminución de la calidad y eficiencia en cualquier actividad que se realice.

Las consecuencias del exceso de población son el hacinamiento, la contaminación y los precios exorbitantes y abusivos: para alquilar una habitación y cohabitar con otras cuatro personas, desconocidas y que varían cada pocos meses, uno tiene que trabajar hasta el límite de su resistencia y encerrarse de una a dos horas diarias en un autobús o metro, abarrotado, sucio y maloliente. Qué calidad de vida se respira en Madrid…

Otros rasgos propios de la modernidad, agravados en esa ciudad, son la soberbia, la agresividad y la falta de educación: esa añeja costumbre de mirar a los ojos a tu interlocutor, ofrecer en alguna ocasión una sonrisa cálida, dar los buenos días, las gracias, y pedir perdón con tono sentido y mirando a los ojos cuando empujas a un viandante.

En esa ciudad es aún más inaudito que en otras el trato de usted, porque hoy todos somos colegas. Recuerdo cuando en época de Alatriste utilizar el voseo en lugar de vuestra merced suponía batirse al amanecer para resolver el daño causado al honor. Resulta injurioso (aunque el fenómeno se haya normalizado) que señores educados, amables y humildes, así como eruditos, como son por ejemplo don Carlos Blanco Pérez (ingresó en la universidad tres años antes de lo corriente, estudió simultáneamente Química y Filosofía, y hoy cuenta con dos doctorados) y don Luis Alberto de Cuenca y Prado (director de la Biblioteca Nacional de España, Premio Nacional de Poesía y miembro de la Real Academia de la Lengua Española), en varias ocasiones de la vida cotidiana seguramente hayan soportado que zarrapastrosos, chulos y mindundis sin cimientos morales o intelectuales, les espeten: «oye, tú, déjame pasar».

En Madrid distingo varios grupos de personas: los inmigrantes, de número tan conspicuo que uno cree encontrarse en Miami. Siempre me pregunto qué motivos existen para contratar una plantilla de trabajadores mayoritariamente extranjera, como ocurre en la hostelería. ¿Los españoles rechazan ese sector laboral por considerarlo indigno? ¿Los contratos son tan abusivos que sólo un inmigrante estaría dispuesto a firmarlo, porque la alternativa es regresar a su país subdesarrollado? ¿Son los latinoamericanos más amables y serviciales con el cliente que los españoles?

Otro grupo que encuentro es el que denomino escaparate de Zara, la masa de mujeres de entre 14 y 45 años vestidas como clones, siguiendo la colección de turno de esa marca. El metro de la ciudad es un muestrario de la completa falta de calidad en la ropa hoy día, de la forma en que ya no existe el atavío, sólo trapos de poliéster

barato y viscosa, diseños para los que no se ha utilizado la creatividad durante más de cinco segundos (nunca hay tiempo para la calidad, el auténtico progreso), y tejidos que pierden la mínima forma y la coloración tras pocas semanas de lavados.

En el metro uno contempla también un fenómeno presente en toda España pero más visible en las ciudades grandes: la masa de harapientos (de diversa capacidad económica), seres invariablemente medio desnudos, en pijama o chándal. Su cercanía resulta desmoralizadora y una forma de primitivismo, involucionamos hacia el homínido con taparrabos. Semejante abandono de las formas y chabacanería no alienta la disciplina, el rigor y la seriedad, sino arrastrar la chancla y acercarse aún más hacia el reguetón y el compadreo.

Existe asimismo en Madrid una masa de chulapos, que son pueblerinos que piensan que por sentar el culo en una ciudad en lugar de en otra y conocer una parte de internet, son superiores al resto de la raza humana: siempre circulan con la barbilla dos centímetros excesivamente levantada, sólo dan los buenos días si el otro lo hace primero, utilizan indefectiblemente un tono sabelotodo y engreído, y entran en tu casa y ni saludan, porque eso queda para provincianos. Con languidez cruzan tu puerta, como quien, en extenuante esfuerzo, decide hacerte el honor de su presencia, para enseñarte lo que es un señorito de ciudad. Siempre serán aldeanos zafios, no importa el dispositivo al que su mano viva anexionada, su perpetua altanería, o su desprecio hacia todo lo que no haya nacido en el siglo XXI.

Qué extraordinaria es Madrid, lugar de vigor, calidad de vida, expectativas de futuro y sofisticación. Ojalá el mayor número posible de jóvenes se traslade, para participar de la explotación laboral, hacinarse como el ganado, desarrollar problemas respiratorios debidos a la contaminación letal, y practicar el agotamiento y el arrastre como rutina. Mientras, la inmensa y potencialmente fértil España, se vacía.

Tal vez las altas esferas de Madrid sean diferentes, aún no las he visitado. Me pregunto si en ellas se vive más despacio, si se luce una chaqueta con aspecto de prenda y no de trapo (que no tiene un precio tan elevado, como algunos intuyen), si existe algún grado de distinción, raíces, o forma.

Dado que no tengo acceso a ambientes económica o socialmente elitistas de Madrid, cuando me veo obligada a transitar por ella unas

horas o días, con el fin de no ser pulverizada en mi ánimo procuro acercarme a lugares como el Barrio de las Letras, donde se encuentran los vestigios de lo más granado de la literatura española, una de las más ricas del mundo, el lugar donde habitaron mentes y personas colosales. Ellos sí son genios. También visito gloriosas bibliotecas, librerías antiguas y especializadas, el Palacio Real, el museo Thyssen, la sede central de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia), el Instituto Gutiérrez Mellado, y el centro Sefarad-Israel.

Amaya Guerra