El Quijote. Capítulo IV. De lo que le sucedió á nuestro Cavallero quando salió de la Venta

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FOTOGRAFÍA. (BARCELONA) ESPAÑA, 01.06.2020. El Quijote. Capítulo IV. De lo que le sucedió á nuestro Cavallero quando salió de la Venta. Luís Torres Piñar

El capítulo IV que aquí se reproduce es una copia literal del texto confeccionado a mano por don Gonzalo Bosch Bierge y ha sido obtenido de la web; Biblioteca Digital Hispánica. Todos los derechos pertenecen a la Biblioteca Nacional de España. « El Quijote. Capítulo IV. De lo que le sucedió á nuestro Cavallero quando salió de la Venta. La del Alba seria quando Don Quixote salió de la Venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse yá armado Cavallero, que el gozo le rebentaba por las cinchas del cavallo; mas viniendole á la memoria los consejos de su huésped acerca de las prevenciones tan necessarias que havia de llevar consigo, en especial la de los dineros y camisas, determinó bolver á su casa y acomodarse de todo, y de un Escudero, haciendo cuenta de recibir a un Labrador vecino suyo, que era pobre, y con hijos, pero muy á propósito para el oficio escuderil de la Cavallería. Con este pensamiento guió á Rocinante ácia su Aldea, el qual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó á caminar, que parecia que no ponía los pies en el suelo. 

No havia andado mucho, quando le pareció que á su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quexaba; y apenas las huvo oído, quando dixo: Gracias doy al Cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo á mi professión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos.

Estas voces sin duda son de algún menesteroso ó menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y bolviendo las riendas encaminó á Rocinante hácia donde le pareció que las voces salían; y a pocos passos que entró por el bosque, vió atada una yegua en una encina, y atado en otra á un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos de azotes un Labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo, porque decía: La lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho respondía: No lo haré otra vez, señor mío; por la Passión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aqui adelante mas cuydado con el hato.

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Y viendo Don Quixote lo que passaba, con voz ayrada dixo: Descortés Cavallero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro cavallo y tomad vuestra lanza, (que también tenía una lanza arrimada á la encina, á donde estaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.

El Labrador, que vió sobre sí aquella figura llena de armas, blandeando la lanza sobre su rostro, tuvose por muerto, y con buenas palabras respondió: Señor Cavallero, este muchacho que yo estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el qual es tan descuydado que cada día me falta una, y porque castigo su descuydo ó vellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios, y en mi ánima que miente. ¿Miente, delante de mí, ruin villano? dixo Don Quixote. Por el Sol que nos alumbra, que estoy por passaros de parte á parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; sino, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto: desatadlo luego. El Labrador baxó la cabeza, y sin responder palabra desató á su criado. Al qual preguntó Don Quixote, que quanto le debía su amo.

El dixo que nueve meses, á siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quixote, y halló que montaba sesenta y tres reales, y díxole al Labrador, que al momento los desembolsasse, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano, que por el passo en que estaba y juramento que havia hecho (y aún no havia jurado nada), que no eran tantos, porque se le havian de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le havia dado, y un real de dos sangrías que le havian hecho estando enfermo. Bien está todo esso, (replicó Don Quixote) pero quedense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le haveis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagásteis, vos le haveis rompido el de su cuerpo, y si le sacó el Barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la haveis sacado; assi que por esta parte no os debe nada.

El daño está, señor Cavallero, en que no tengo aquí dineros, vengase Andrés conmigo á mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro. ¿Irme yo con él, dixo el muchacho?, mas mal año, no señor, ni por pienso, porque en viendose solo me desollará como á un San Bartholomé. No hará tal, (replicó Don Quixote) basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que el me lo jure por la ley de Cavallería, que ha recibido, le dexaré ir libre y asseguraré la paga. Mire vuessa merced, señor, lo que dice, (dixo el muchacho) que este mi amo no es Cavallero, ni ha recibido orden de Cavallería alguna, que es Juan Haldudo el rico, vecino del Quintanar.

Importa poco esso, (respondió Don Quixote) que Haldudones puede haver Cavalleros, quanto mas que cada uno es hijo de sus obras. Assi es verdad, (dixo Andrés) pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andrés, (respondió el Labrador) y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes de Cavallerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del sahumario os hago gracia, (dixo Don Quixote), dádselos en reales, que con esso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo havéis jurado; sino, por el mismo juramento os juro de bolver á buscaros, y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis mas que una lagartija.

Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con mas veras obligado á cumplirlo. Sabed que yo soy el valeroso Don Quixote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y á Dios quedád, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó de ellos. Siguióle el Labrador con los ojos, y quando vió que havia traspuesto el bosque, y que ya no parecía, bolvióse á su criado Andrés y dixole: Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dexó mandado.

Esso juro yo, (dixo Andrés), y como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen Cavallero, que mil años viva, que según es de valeroso, y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que buelva y execute lo que dixo. También lo juro yo, (dixo el labrador) pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga; y asiéndole del brazo, le tornó á atar á la encina, donde le dió tantos azotes, que le dexó por muerto.

Llamad, señor Andrés, ahora, (decía el Labrador), al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aqueste, aunque creo, que no está acabado de hacer, porque me viene gana de deshollaros vivo, como vos temiades; pero al fin le desató, y le dió licencia que fuesse á buscar á su Juez para que executasse la pronunciada sentencia.

Andrés se partió algo molido, jurando de ir á buscar al valeroso Don Quixote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que havia passado, y que se lo havia de pagar con setenas; pero con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo: y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quixote, el qual, contentissimo de lo sucedido, pareciendole que havia dado felicissimo, y alto principio á sus Cavallerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su Aldea, diciendo á media voz: Bien te puedes llamar dichosa sobre quantas hoy viven en la tierra, ó sobre las bellas, bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido á toda tu voluntad y talante á un tan valiente y tan nombrado Cavallero, como lo es y será Don Quixote de la Mancha, el qual, (como todo el mundo sabe), ayer recibió la orden de Cavallería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad. Hoy quitó el látigo de la mano á aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión valpulava a aquel delicado infante.

En esto llegó á un camino que en quatro se dividía, y luego se le vino á la imaginación las encrucixadas donde los Cavalleros Andantes se ponían á pensar quál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haverlo muy bien pensado soltó la rienda á Rocinante, dexando á la voluntad del Rocín la suya, el qual siguió su primer intento, que fué el irse camino de su caballeriza, y haviendo andado como dos millas, descubrió Don Quixote un gran tropél de gente, que como después se supo, eran unos Mercaderes Toledanos, que iban á comprar áMurcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros quatro criados á cavallo y tres mozos de mulas a pie.

Apenas los divisó Don Quixote, quando se imaginó ser cosa de nueva aventura, y por imitar en todo, quâto á él le parecía possible, los passos que havia leydo en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hazer; y assi con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino estuvo esperando que aquellos Cavalleros Andantes llegassen que ya él por tales los tenía y juzgaba; y quando llegaron a trecho que se pudieron ver y oyr, levantó Don Quixote la voz, y con ademán arrogante dixo.

Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiessa que no hay en el mundo todo doncella mas hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Paráronse los Mercaderes  al son de estas razones, y á ver la estraña figura del que las dezia, y por la figura, y por ellas luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver de espacio en qué paraba aquella confessión que se les pedía, y uno de ellos, que era un poco burlón, y muy mucho discreto, le dixo: Señor Cavallero, nosotros no conocemos quién es essa buena señora que dezís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura como significays, de buena gana y sin apremio alguno confessaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.

Si os la mostrara, replicó Don Quixote, qué hiciérades vosotros en confessar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo haveys de creer, confessar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y sobervia: que ahora vengais uno á uno, (como pide la orden de Cavallería), ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra raléa, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor Cavallero, replicó el Mercader, suplico á vuestra merced en nombre de todos estos Príncipes que aquí estamos, que porque no encarguemos nuestras conciencias, (confessando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y mas siendo tan en perjuicio de las Emperatrices, y Reinas del Alcarria y Extremadura) que vuestra merced sea servido de mostrarnos algun retrato de essa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento, y pagado; y aún creo, que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo esso, por complacer á vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

No le mana, canalla infame, respondió Don Quixote encendido en cólera, no le mana, digo, esso que decís, sino ambar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi señora, y en diciendo esto, arremetió con la lanza baxa contra el que lo havia dicho, con tanta furia, y enojo, que si la buena suerte no hiciera, que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo passara mal, el atrevido Mercader.

Cayó Rocinante, y fué rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaba la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyais, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi cavallo, estoy aquí tendido. Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas, y llegándose á él, tomó la lanza, y después de haverla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó á dar á nuestro Don Quixote tantos palos, que á despecho y pesar de sus armas le molió como cibera.

Dábanle voces sus amos que no le diesse tanto, y que le dexasse; pero estaba ya el mozo picado, y no quiso dexar el juego hasta embidar todo el resto de su cólera; y acudiendo por los demas trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos, que sobre él veia, no cerraba la boca, amenazando al Cielo y á la Tierra y á los malandrines, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los Mercaderes siguieron su camino, llevando que contar en todo el del pobre apaleado, el qual, después que se vió solo, tornó á probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer quando sano y bueno, cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de Cavalleros Andantes, y toda la atribuía á la falta de su cavallo; y no era possible levantarse, segun tenia brumado todo el cuerpo».