No puedo pasar más de 5 segundos frente a la pantalla sin preguntarme a quién creen que engañan

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FOTOGRAFÍA. MÁLAGA (ESPAÑA), 24.01.2020. El lugar de VOX está al lado de agricultores y no de los Goya. El director Pedro Almodóvar (d), Goya al mejor director, y el actor Antonio Banderas, Goya al mejor actor protagonista, tras la gala de entrega de los Premios Goya 2020 que se celebró hoy sábado en el Palacio de los Deportes José María Martín Carpena, en Málaga. Efe

Es inusual toparse con un largometraje o serial históricos que tengan alguna relación con el pasado: en la película María, reina de Escocia (Josie Rourke, 2018) se muestra a un hombre negro moviéndose con naturalidad en la corte isabelina. Claro. Y a ambos personajes protagonistas, mujeres, con un comportamiento propio de finales del siglo XX. Regreso al futuro. La mayoría de productos audiovisuales históricos son una mera invención con algún elemento que vagamente refiere el pasado: el léxico es actual, la locución de los actores arrabalera, su lenguaje corporal y el protocolo seguido, decepcionantemente modernos. ¿Cuál es la justificación? Que el público se «identifique». Bendita identificación, la forma más baja de apreciación del arte. En lugar de poner a los analfabetos una chincheta en el culo y empujarlos a la biblioteca para que se eleven, se deforma la historia impunemente o se escupe sobre una obra literaria. Ambas se colocan a la altura del fango, para que la muchedumbre pueda «acceder» a ellas, cuando en realidad tal cosa es imposible: se les vende contrachapado por madera maciza, la ilusión de que ellos, gente de barrio, están dialogando con Lope de Vega de tú a tú. Porque hoy todo se puede, hoy todos somos iguales. Para descubrir el engaño hay que pensar; eso es cansado, mejor tragar e idiotizarnos.

Lawrence Olivier era actor (salvando las distancias y en terreno patrio, encontramos a Javier Cámara y Blanca Portillo). La mayoría se gana la vida como actor. Las pantallas españolas están tomadas por aspirantes que se llenan la boca con nombres de profesores y escuelas de Nueva York y Londres, pero yo siempre les veo hacer los mismos gestos y no llegar a dominar el arte de la vocalización. No puedo pasar más de cinco segundos frente a la pantalla sin preguntarme a quién creen que engañan, y despistarme hasta con una mota de polvo. Las comedias españolas suponen un insulto a mi inteligencia; puede que por eso tengan tanto éxito en España, son hora y media de mamarrachada tras mamarrachada. Demasiados dramas causan risa, y la actuación de los intérpretes, que no saben dejar de interpretarse a sí mismos, resulta menos creíble que el concepto de igualdad.

Existen varios ejemplos del modelo actor sabeloto, oído con más frecuencia en internet y programas de televisión expandiendo su docto saber, que haciendo lo que supuestamente saben hacer. Son un exponente del modernito (término acuñado por una servidora): soberbia; soy la leche sólo porque existo. Ignorancia rampante; saqué la secundaria con un 5, que es un 2 de hace 30 años y hablo como si desde entonces no hubiese abierto un libro, pero lo sé todo (no olvides cuánto retuiteo y con cuánta gente importante me he tomado fotografías). Apasionado izquierdista; sin haber leído los tres tomos de El Capital (edición de 2275 páginas). Mientras, dan a luz en hospitales privados, vuelan en primera clase, viven en mansiones, o no pagan las horas extra a sus empleados. Olé.

Julio Anguita, sólido defensor del comunismo, era un hombre exquisitamente culto, y conversador digno y pausado, poseedor de buenos modales, y respetuoso con lo divergente respecto a sí. Los actores son demasiado alegres para seguir su ejemplo: disfrutan de vivir haciendo sonar los cascabeles, con vulgaridad y la seguridad del que no sabe nada. Siempre montando escenas y dramatizando. Deben olvidar, pese al dicho, que la cámara en la vida no siempre está grabando. Carecen estos modernitos (que sólo una parte de los actores, obviamente) de la menor dosis de humildad o discreción, dando lecciones a cada paso, ya sea de impuestos o de política exterior, sin jamás plantearse dedicarse al oficio que supuestamente conocen y guardar sus opiniones (si las tienen) para el ámbito privado.

El problema no es que ejerzan la libertad de expresión, tienen el mismo derecho a hacerlo que el zapatero de la esquina. Lo que resulta recalcitrante y molesto es que insistan en dar clase, sobre todo de política, dando por sentado que están en lo cierto; como si en ese ámbito fuese posible «tener razón» de manera categórica e irrefutable, como si no dependiese casi todo de una cuestión de perspectiva. Lo insoportable es que algunos actores, que a juzgar por el contenido y forma de sus palabras casi no han terminado la secundaria, tengan la altanería de meter por la garganta de los demás su ideología, y para colmo con persistencia. Un doctor en Ciencia Política, una persona que posee dos másteres, puede abrir la boca y ofrecer algo de coherencia en una discusión sobre la polis. Merece la pena escucharlos, porque, a priori, han leído unos cuantos tomos de cuatrocientas páginas y tenido acceso a diversos catedráticos en la materia. Pueden estar rematadamente equivocados, no obstante merece la pena darles una oportunidad. Existen demasiados actores con complejo de Dios, que parecen considerar que en el momento en que uno recibe el carné de la Unión de la Actores o un premio, se convierte automáticamente en Cicerón. Y se dedican a sermonear. Ellos, por el hecho de ser, están por encima de toda la historia del pensamiento político, no les hace falta leer ni escuchar, sencillamente saben… más. Filósofos y políticos no se erigen en eruditos teatrales, no fingen estar a la altura de José Carlos Plaza, por eso cierran la boca y se quedan en sus bibliotecas y despachos. Los actores, sin embargo…

Los actores se quejan de que los millones de españoles sobre cuyo ideario escupen con desprecio y altivez cada vez que encuentran un micrófono, no quieren pagar por ver sus grabaciones. Los actores en España, al menos de pantalla, no generan suficiente público como para vivir de su trabajo, por ello pretenden que el Estado les mantenga, mediante subvenciones, para poder crear un producto que sólo interesa marginalmente. Una parte de esas ayudas son pagadas por los españoles que se niegan a ver bufonadas; es decir, se pongan como se pongan, tienen que mantener a la farándula.

Muchas izquierdistas, por supuesto actrices inclusive, se manifiestan a favor del aborto. Bien me parece si lo hacen con honestidad y no sólo porque es tendencia contrariar o atacar de manera sistemática todo lo que suene a conservadurismo. ¿Por qué no lo hacen también en contra de que millones de mujeres en el mundo musulmán tengan dificultad para acceder a anticonceptivos? ¿O de que en tantos países mahometanos sea social o legalmente aceptado que un hombre pegue a una mujer? (se considera una forma de «educación»). También podrían protestar por la falta de seguridad laboral en esas naciones, los salarios ínfimos que recibe la masa de trabajadores, las torturas que se producen en cárceles (sólo Amnistía Internacional lo denuncia), o la situación de los homosexuales, que son escupidos y apaleados hasta la muerte en tantos países musulmanes. Eso no se hace, porque al moro (habitante de la morería) hay que lamerle las botas.

Los actores se manifiestan y el ministro pierde el culo por salir en la foto. No hay medio de comunicación que no acuda al jolgorio. Cuando los mineros se manifiestan, tres cuartos de lo mismo. A una concentración de agricultores no asiste ni el tato, porque eso del campo no es guay, no hay pantalla ni rollo progre de por medio. Mejor hacer verter la leche española por el desagüe y comprarla a Francia, porque gabachos y españoles siempre nos hemos querido mucho. Hay que ser progre, verde, hay que agachar la cabeza ante Bruselas, por lo que se cierran las minas del noroeste de España. Procedemos a comprar

carbón a Marruecos, donde trabajadores y mujeres viven en un paraíso. Porque España es coherente en política interior y exterior.

¿Qué tiene que ocurrir para que se produzca un giro radical, cuándo despertaremos del buenismo, del borreguismo, dejaremos de tener miedo de la inquisición progre y empezaremos a defendernos con uñas y dientes, con orgullosa mano dura, sin paños calientes, de los ataques extranjeros, de todo aquello que obstaculice la unión, fortaleza y crecimiento de la patria?

Éste es mi pensamiento y corazón hechos tinta. Los progres censurarán mis palabras y me condenarán al infierno en el que no creen, porque no se puede consentir que alguien se aleje de la dictadura moderna.

España, 02 de julio de 2020

Amaya Guerra