Pedro J: «Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo, en ‘La maza De Mariano En La Nuca De Rodrigo» Rato

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Pedro J Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo, en 'La maza De Mariano En La Nuca De Rodrigo Rato...

Pedro J. Ramírez : «Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo con una base de poder que le mantuviera en el candelero político como era la presidencia de Cajamadrid. También ahí jugó temerariamente a las siete y media y se pasó con creces de frenada. Si en lugar de buscar tamaño para crear un megabanco a su mayor gloria, sin importarle apenas la calidad de los activos que, con la complicidad del Banco de España, engullía, se hubiera conformado con ser el segundo violín de la fusión con la Caixa que promovían Rajoy y Guindos, ahora presidiría un gran grupo industrial y seguiría forrándose de forma menos turbulenta». Tal como sostiene el exdirector del diario ‘El Mundo’, Pedro J. Ramírez, en su Carta dominical titulada ‘La maza De Mariano En La Nuca De Rodrigo’ que publica el Blog de ‘El español’, este domingo 19 de abril 2015; que reproducimos íntegramente, a continuación.

La maza de Mariano en la nuca de Rodrigo

Lo recuerdo como si fuera hoy. Era 2001 y acababa de estallar el caso Gescartera. La sospecha del favoritismo, el tráfico de influencias, y tal vez el de maletines, planeaba por primera vez sobre Rodrigo Rato. Era un domingo por la mañana y había acudido, acompañado de mi en aquel tiempo fiel escudero, a la modesta vivienda que el vicepresidente económico compartía aún con Gela Alarco y sus tres hijos pequeños. «Tú tienes dos problemas, Rodrigo», le dije. «El primero es que todo el mundo cree que eres rico; el segundo, que no lo eres». Pensé que mi diagnóstico tal vez le ayudaría a desmochar su imagen pública de la soberbia, el oropel y la prepotencia que le caracterizaban, pero no imaginé que en lugar de afrontar ese primer problema se centraría desde entonces con ahínco en resolver el segundo.Pedro J Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo, en 'La maza De Mariano En La Nuca De Rodrigo Rato

Sin embargo, en las notas que tomé tras la cena, mano a mano, de esa misma primavera, en la que me explicó que renunciaba a suceder a Aznar, dando pie a mi desestabilizadora Carta «Rodrigo no quiere», estaba ya clara cuál era su obsesión dominante: «Después de haber arreglado las finanzas de los españoles, quiero arreglar las de mi familia».

En su último libro de memorias Aznar sostiene que fue el hecho de que Rato le mandara un recado de tal entidad a través de un periodista lo que abrió una brecha en la relación de confianza e íntima amistad que les había unido durante su larga marcha hacia el poder. Pero también me acuerdo de que, hablando del que todos consideraban su delfín, el Faraón de la Moncloa soltó una tarde una de sus frases lapidarias a través de una infrecuente fisura en su muralla de hermetismo: «Lo malo de Rodrigo es que es él y sus circunstancias».

Se refería tanto a la turbia gestión de su hermano Ramón Rato Figueredo al frente de un conglomerado empresarial que incluía constructoras -Padilla, Riesgo-, una importante empresa alimentaria -Aguas de Fonsanta-, hoteles y emisoras de radio, fruto de concesiones públicas, como sobre todo a la sombra de lo ocurrido con su padre Ramón Rato Rodríguez-San Pedro, detenido y encarcelado en los años 60 tras la quiebra del Banco de Siero, en medio de un gran escándalo social. Esa especie de maldición familiar debió estar en la mente del ídolo caído durante las horas de su tan efímera como aireada detención del jueves.

A medida que los hechos conocidos van perfilando un itinerario cada vez más escandaloso de huida hacia adelante en pos de una fortuna que sustituyera a la dilapidada por su familia, adquieren más significado las actitudes de Rato en aquellos primeros episodios que hace quince años pusieron a prueba la consistencia ética del primer Gobierno del PP. Mientras Aznar consideró intolerable que su amigo Juan Villalonga se enriqueciera con las stock options de una compañía recién privatizada, Rato lo defendió hasta el último momento alegando que había creado valor para la compañía y que esas eran las reglas del mercado. Cuando estalló el caso Alierta, que desembocaría en la absolución por prescripción de un delito de información privilegiada que, con otro cómputo, habría llevado a la cárcel a quien hoy sigue siendo el hombre más poderoso de España, Rato se puso decididamente de su lado, blindándole frente a cualquier consecuencia política. Luego resultaría que el propio Alierta y Emilio Botín le devolverían con creces los favores de su etapa en el Gobierno, ayudándole a remendar los rotos familiares y colocándole dadivosamente en sus consejos. ¿Quién dijo clientelismo de alto standing?

Pese a esos lances en los que ya iba exhibiendo una conciencia más bien laxa respecto a la ética del capitalismo, Rato salió del Gobierno en 2004 con la gran aureola de haber sido el artífice de la entrada de España en el euro que había traído la recuperación económica primero y la prosperidad después. Su distanciamiento final de Aznar y sus discretas objeciones al apoyo de la invasión de Irak hacían incluso de él una clara alternativa de futuro al ortopédico liderazgo de Rajoy. Cada vez que acudía a un acto del partido, temblaba el misterio.

Su irresponsable espantada, al abandonar tres años después por «motivos personales» la dirección del Fondo Monetario Internacional que Aznar y Zapatero le habían conseguido en comandita por razones de Estado, reveló ya sin embargo una inquietante pérdida del sentido de las obligaciones de la vida pública. Así fue emergiendo poco a poco el perfil hasta entonces oculto de un Rato egoísta y poco escrupuloso, ávido de remuneraciones y haberes, obsesionado por ejemplificar la máxima de su predecesor Carlos Solchaga y ganar el mayor dinero posible en el menor tiempo imaginable.

Sólo esa pérdida del sentido de los límites explica episodios tan poco edificantes -tengan o no consecuencias penales- como los lucrativos contratos de ida y vuelta con el banco de negocios Lazard o la desaforada escalada de gastos lúdico-suntuarios con la tarjeta black en sus días finales de Bankia. Este hombre se había vuelto loco, diría la sabiduría popular. Loco de avaricia, loco de afán de acaparar patrimonio, loco de fiebre por consumir lo mejor y lo más caro.

Su error garrafal fue pretender aunar ese delirio lucrativo con una base de poder que le mantuviera en el candelero político como era la presidencia de Cajamadrid. También ahí jugó temerariamente a las siete y media y se pasó con creces de frenada. Si en lugar de buscar tamaño para crear un megabanco a su mayor gloria, sin importarle apenas la calidad de los activos que, con la complicidad del Banco de España, engullía, se hubiera conformado con ser el segundo violín de la fusión con la Caixa que promovían Rajoy y Guindos, ahora presidiría un gran grupo industrial y seguiría forrándose de forma menos turbulenta.

No se dio cuenta de que todo, su brillantez, su leyenda, su temperamento, su chulería, su alta exposición al riesgo, hacían de él un chivo expiatorio perfecto, de sus propias culpas y de las ajenas, para el supuesto de que las cosas vinieran mal dadas y fuera necesario escenificar un escarmiento. No en vano comparé hace tres años la forma en que Rato fue descabalgado de Bankia con el modo implacable que César Borgia -el duque Valentino que tanto impresionaba a Maquiavelo- tenía de desembarazarse de quienes le incomodaban. Con lo que Rato sin duda no contaba es con que, después de tal apuñalamiento, el Gobierno de Rajoy -qué tiempos aquellos en los que Mariano veía en Rodrigo todo lo que le hubiera gustado ser- desenterraría su cadáver para matarle de nuevo con estrépito.

En el relato de esta saga/fuga nadie encontrará simpatía, comprensión ni menos aún condescendencia, fruto de nuestra larga relación. Rato no es el primero ni será el último al que veo de cerca perder la cabeza y la mera hipótesis de que quien durante tanto tiempo exigía con tanto celo que los demás pagáramos impuestos, haya podido incurrir en el delito de evadirlos, produce una especial repulsión. Pero tampoco es posible callarse ante la obscena carrera en pelo que ministros y altos cargos del PP protagonizaron el jueves por la noche para alancear al moro muerto. Máxime cuando su mortaja tuvo todas las características de las producciones teatrales de un poder capaz de lo que sea para perpetuarse.

Es imposible separar lo sucedido de los malos augurios que para el PP arrojan los sondeos de este año electoral por quintuplicado. De igual manera que hace dos primaveras convenía encarcelar preventivamente a Bárcenas y tirar la llave al mar para paliar el impacto de los sobresueldos en Génova y los SMS de Rajoy, ahora convenía tratar con la máxima dureza posible a Rato para acallar el creciente escándalo de la amnistía fiscal -40.000 millones blanqueados para recaudar apenas un 3%- en el marco de la impunidad de la corrupción. Era inevitable que viniera a la memoria el precedente de lo ocurrido cuando el entonces fiscal de Madrid Mariano Fernández Bermejo encarceló a Mariano Rubio, también por presunta evasión tributaria, para que Felipe González pudiera alardear en una programada rueda de prensa de rigor ante los afines que se apartaban del buen camino.

Pocas cosas hay tan desmoralizadoras como que un ex-gobernador del Banco de España o no digamos un ex-vicepresidente económico puedan defraudar a Hacienda. Pero aun más dañino para los valores democráticos resulta presenciar el linchamiento público de un Ecce Homo arrojado por el Gobierno a los pies de los caballos de la opinión televisada. Ya vivimos algo similar hace unas semanas con Juan Carlos Monedero cuando sus sospechosos chanchullos venezolanos permitieron a Montoro utilizar sus datos como contribuyente para dictar sentencia pública por anticipado.

María Peral acaba de aportar en este blog detalles clave de cómo la Agencia Tributaria decidió remitir el expediente de Rato -y sólo el de Rato, de los otros 705 investigados nadie sabe nada- a la Fiscalía de Madrid cuando Anticorrupción le dijo que la investigación estaba «verde»; de cómo se decidió presentar una denuncia por tres graves delitos en el turno de guardia tras la filtración a Vozpópuli -de nuevo un medio digital les moja la oreja a los tradicionales-; y de cómo un fiscal sugirió al juez que procedía dictar orden de detención durante el registro. La conclusión de sus fuentes judiciales es rotunda: «Detrás de esto hay una mano política». O sea, la típica operación de control de daños a través de un auto de fe ante «el tribunal de la plebe, al que se entrega al individuo para ser descuartizado», como denuncia aquí mismo Liaño.

La imagen del agente de la policía aduanera agarrando con saña por la nuca a Rato ante las cámaras, como si se tratara del más peligroso de los criminales, una piltrafa humana, la peor escoria de la sociedad, de violador para arriba, nunca se habría producido si ese funcionario no hubiera creído estar agradando a sus superiores. Tampoco las declaraciones concertadas de los ministros Montoro, Catalá, el vicesorayo Ayllón y el viceportavoz Gallego, compitiendo por hacer leña del venerado roble, tumbado por el rayo. Sólo falta encontrar al aprendiz de Bruto que cual nuevo Hernández Moltó pronuncie la definitiva sentencia fisionómica: «Míreme a los ojos, señor Rubio… Míreme a los ojos, señor Rato».

El pasado fin de semana, sin que viniera a cuento de nada, Rajoy dijo en su discurso ante los candidatos del PP a las autonómica que en su entorno «hay manzanas podridas como en todas partes». Sabía de lo que hablaba y sabía lo que iba a ocurrir porque cuando la lanza de la opinión pública impacta en el pecho del Estafermo y le hace girar en derredor, sólo él puede darse cuenta de contra qué espalda va a impactar por pura inercia la maza del brazo tonto de la ley.

El del sábado 11 de abril fue también el discurso en el que Rajoy metió la morcilla que le salió del alma, identificando a los votantes del PP como «seres humanos normales». Quizá convenga saber que cuando un periódico norteamericano le pidió que definiera al hombre «normal», el criminólogo Cesare Lombroso contestó: «Buen apetito, trabajador, aferrado a sus costumbres, misoneísta -o sea, refractario a las novedades-, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico». Y quizá convenga saber que eso dio pie al psicólogo argentino José Ingenieros a desarrollar su teoría del «hombre mediocre». Volveremos sobre ella pero quede aquí este apunte: «El hombre mediocre juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverenciará a su más cruel adversario si este se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie le elogia… No viven su vida para sí mismos sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares… Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación… Cuando se arrebañan son peligrosos». <foto / Javier Muñoz>