Tierra y polvo

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FOTOGRAFÍA. IRIJOA (LA CORUÑA) ESPAÑA, MAYO DE 2021. Un agricultor atiende la huerta que tiene en las inmediaciones de su casa en Irijoa (La Coruña) Galicia. Efe

Mide 1.60. Le saco 15 cm. No creo que terminase la EGB. Yo he pasado por la universidad. Nació y siempre ha vivido en un pueblo de mil habitantes; la capital de la provincia es el viaje más largo que ha hecho, menos de una docena de veces en una vida de siete décadas. Yo he viajado al extranjero doce veces. De entre todas las personas que he conocido, ese agricultor es una de las que más respeto y consideración me merece.

Su piel curtida por el sol castellano acumula entre sus pliegues experiencias y emociones que ni mi fértil imaginación podría encontrar. Sus manos están plagadas de marcas, precio pagado por arar la tierra, generar alimento para una porción de España. Muchas de las personas a las que los agricultores han nutrido, han pasado décadas comiendo entre eructos y maldiciendo la voz que la televisión o la radio emanan, sin preguntarse de dónde proviene lo que están ingiriendo, qué manos han sacado de la tierra lo que ellas llevan a la boca.

Me pregunto qué piensa el agricultor de mí, si es que ha llegado a pensar en mí. Su recuerdo desde luego ha quedado grabado en mi mente, aunque sólo hayamos compartido metro cuadrado durante apenas dos horas hace ya varios años.

Imagino la casa de la infancia de ese hombre, protagonizada por un forzado minimalismo, y excesiva dureza. No creo que haya leído libros de protocolo, o que pasara demasiadas horas sobre los capítulos de Urbanidad de los manuales que en su niñez contenían la educación básica. Frente a mí desplegó más modales que incontables que han calentado la silla de un aula más de quince años, y se precian de tener titulito universitario. El agricultor castellano, nada más entrar yo en la habitación, me miró a los ojos de forma directa y sencilla, y me dio los buenos días. Me hizo sentir reconocida, y la educación que me dispensó me dignificó.

Existen faltos de espíritu que consideran ganarse la vida frente a una pantalla les hace superiores a nuestro protagonista; ignoran, y siempre ignorarán, que no existe trabajo más honrado que cultivar la tierra. Desde luego es más noble que lo que muchos hacen en el Parlamento, con corbata y sin ella.

En nuestro breve encuentro, el agricultor sólo despegó los labios para compartir ideas tremendamente sensatas, que siempre eran producto de haber escuchado a las diferentes partes allí reunidas, ideas que encontraban solución al problema planteado, y suponían satisfacción para todos; no hubo un «yo» ni «vosotros», sólo «nosotros». Con ello demostró tener las suficientes luces como para saber que, si tenemos dos oídos y una boca, es para escuchar el doble de lo que hablamos. Sólo se hizo notar para compartir algo valioso, importante; no eliminaría una palabra ni cambiaría un tono. Demasiados que han pasado década y media con la categoría oficial de estudiante (se entiende, entre libros), no dejan de parlotear y provocar dolor de cabeza y agotamiento con sus sandeces y naderías.

No recuerdo el timbre de voz del agricultor, sólo el poso de sus palabras, la manera en que captaba mi atención por encima de las demás personas sentadas a la mesa. Emanaba solidez, seriedad, nervios templados tras una vida que los había puesto a prueba. Existe en él una dignidad, o al menos yo le considero una persona digna. No he podido olvidarle, no me he topado con nadie como él antes ni después de coincidir en aquel despacho. No conozco sus aficiones, si las tiene, ni qué papeleta introduce en la urna; no me importa.

Ello me hace recordar a imbéciles integrales, zafios que en el espejo ven a emperadores. Que creen que, por usar calzado deportivo de marca cuando no están haciendo deporte o vivir en una ciudad podrida de contaminación, son mejores que nuestro protagonista, que lleva la cintura del pantalón a la altura de la propia y disfruta de miras amplias. Un hombre que ha tenido la humildad de reconocer su ignorancia y la determinación de paliarla, y gracias a ello ha convertido vivencias en experiencias, y ha logrado quitarse los tapones de los oídos y la venda de los ojos; en definitiva, convertirse en un hombre sabio. No conoce nombres de escritores, sí sabe de naturaleza humana, de entrañas, y sólo necesita un minuto para saber de qué pasta está hecho el tipo frente al que se encuentra.

Se trata de una persona que considera una cuestión de decencia tomar la iniciativa de saludar a quien entra en la estancia. Existen mentecatos que ven en ello una punzada en su dudoso orgullo, por eso siempre circulan con la barbilla dos centímetros de más levantada, sólo dan los buenos días si el otro lo hace primero, y para más inri utilizan indefectiblemente un tono engreído; porque ellos siempre lo saben todo, jamás les queda nada por aprender, por algo ellos y sus amiguetes son dioses.

Ridículo. Son ridículos y no lo saben. Encarnan el esnobismo, viven para aparentar. Todos lo sabemos, mientras ellos piensan que su tapadera continúa vigente. Creen ser más listos que los demás, y ésa es la prueba de su cortedad. Estallaría en carcajadas en su cara de pasmados, si no fuera porque el anca de una rana tiene más expresión y su tono de voz adormece más que el balido de una oveja. Por muchas veces que hablen de ello, uno no es capaz de recordar nada que digan, excepto una cosa: siempre intentan soslayar el nombre del humilde municipio del que proceden. Desconfía de quien se avergüenza de sus raíces.

Dudo de que se les pueda catalogar como Persona, dado que para ello hay que contar con personalidad, mientras que ellos tienen el mismo encanto y la misma riqueza interior que un organismo unicelular. Consideran que son algo, alguien, incluso mucho, y con cada movimiento y palabra cementan lo evidente de su falta de autoestima, que intentan paliar con mala educación, las inmensas carencias que ocultan con prepotencia y distancia, lo cual impide su acceso a la Vida. Pero estas cuestiones filosóficas, que requieren alma, son inexpugnables para la hojalata que tienen en su lugar. Desprecian a aquellos que tienen clase, sofisticación, por pura envidia, porque saben que nunca las tendrán, dado que no se puede comprar ni se trata de un problema matemático que su mente técnica y cuadriculada pueda resolver para obtener algo a cambio. Es una cuestión de categoría y crianza, cuya superficie jamás podrán arañar.

Tienen los aires tan subidos, que entran en tu propia casa y ni saludan, porque eso queda para provincianos. Con languidez cruzan tu puerta, como quien, en extenuante esfuerzo, decide hacerte el honor de su presencia, mostrarte lo que es un señorito de ciudad. La falta de riego cerebral también les impide pronunciar la deshonrosa palabra gracias.

Otra modalidad de mamarracho, busca en la paternidad o puestos de trabajo que incluyan subordinados formas de asfixiar a una persona, dominarla, imponerse con actitud propia de un dictador de los años treinta (al tiempo que van por la vida de modernitos). Intentan robar la personalidad de quien está bajo su poder, del que abusan despóticamente, considerando que sólo están ejerciendo su derecho sagrado. Tratan a las personas como un juego de piezas que uno compra para hacer una figura de su gusto. Tu vida me pertenece. Me importa un carajo tu identidad o tu felicidad, aquí se hace lo que yo diga, para eso te he creado/contratado. Cómo te atreves a no permitir que te moldee como al barro. Tú no eres libre, ¿por qué soy el único que lo comprende?

Con ello demuestran, una vez más, su falta de humanidad, creer que a base de presión y fuerza pueden matar y que, por una vez, el señorito va a tener control y su voluntad va a imperar. A ver si algún día deja de sentirse una montaña de mierda, un cero a la izquierda. Ahora sí soy alguien, ahora tengo poder, se me va a obedecer, ho-ho-ho.

Lamentable. Si no fueran consumados gilipollas soberbios, pasarían un lustro en un psicólogo para solucionar sus problemas y dejarían de destrozar la vida a quien tienen cerca. Y dejarían de dar lástima. Siempre serán paupérrimos, no importa el precio del automóvil que se deslomen trabajando para adquirir. Tienen mi desprecio por las faltas de respeto, flagrantes y repetidas, a quien es excelso a su lado, personas epítome de categoría y buena crianza.

Para hacer disminuir mi presión arterial he escrito estas líneas. Para hacer justicia he dado a conocer al mundo a ese agricultor, que tiene mi admiración. Me pregunto si lo imagina.

Amaya Guerra

España, sábado  de mayo de 2021

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Amaya Guerra
Amaya Guerra es aprendiz de todo y maestra de nada. Ferviente creyente en las Humanidades, en las posibilidades del ser humano de superar la crueldad, la estupidez y la ineficiencia, de lograr el avance de la civilización, mediante el cultivo del intelecto y la sensibilidad, mediante el reconocimiento de la experiencia, y la transmisión de valores morales (esfuerzo, seriedad, exigencia y disciplina). En España la izquierda representa el neofranquismo, en la actualidad sufrimos la misma falta de libertad de expresión y respeto a la diversidad que en 1950: se ataca a la disidencia por el hecho de ser (aunque su comportamiento sea pacífico y legal). Hace décadas se fusilaba en el paredón, hoy se aniquila en internet. Existen pocas verdades universales, la visión propia suele depender de la perspectiva desde la que se mira; ésta es la mía. No necesito seguidores ni palmadas en el hombro, sólo argumentos y contraargumentos. Aquellos que no nos doblegamos ante el totalitarismo del siglo XXI (fin de las libertades individuales, verdad oficial, vigilancia y control absolutos del individuo a través de la tecnología), aquellos que no cedemos ante la deshumanización, encarnamos la Resistencia. Por lo tanto, unámonos... y ejerzamos.