Ahorro y consecuencias, por Amaya Guerra

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FOTOGRAFÍA. MUNDO, OCTUBRE 2020. Primer plano de una persona que trabaja desde casa en sus finanzas y ahorros personales. Imagen creada por Freepik. Lasvocesdelpueblo (Ñ pueblo)

Hace décadas que en España desapareció la práctica de ahorrar dinero, en algunos casos por carecer de esa posibilidad, en muchos por irresponsabilidad, por creer que la bonanza o el buen momento económico personal durarían siempre.

Millones de personas vivieron por encima de sus posibilidades, escogieron fingir ser ricos, vivir como los famosos de las pantallas, dejándose lavar el cerebro por la publicidad, que indica que si no gastas, si no consumes, no puedes ser feliz.

Miles de familias sin estudios, en principio sin proyección profesional ni grandes expectativas de futuro, en lugar de aprovechar la bonanza para ahorrar, porque semejante oportunidad de ingresos no se repetiría en décadas, gastaron cada euro al que tuvieron acceso, no por necesitarlo sino movidos por el impulso materialista y consumista, esos monstruos de hambre insaciable. Personas que sólo podían permitirse la hamburguesería del barrio, comían en marisquerías. Compraban ropa todos los meses cuando apenas es necesario hacerlo dos veces al año. Viajaban al extranjero cuando lo cauto habría sido limitarse a ir al pueblo y una vez al año a la playa. Visitaban la peluquería semanalmente. Cambiaban de coche, móvil u ordenador todos los años: un auténtico despilfarro. Pero si el banco concede otro crédito, a por él.

Nadie necesita vivir gastando, es sólo una forma rápida e inconsciente de pretender comprar la felicidad. Los bares llenos y las bibliotecas vacías. Es pesado y aburrido leer para conocerse a uno mismo y procurarse bienestar en el presente y futuro, tomar el control de la vida propia. Es más fácil, rápido y divertido obedecer los lemas publicitarios: si la chica del anuncio sonríe tanto, yo también lo haré si compro el producto.

Ser precavido, pensar en el futuro, en los vaivenes naturales de la economía capitalista, usar cada cosa hasta que se agotase, era una actitud que se despreciaba por ser considerada franquista, carca. Lo moderno era vivir como si no hubiera mañana, tirar un objeto ante la menor marca de uso (se rechaza la historia y sólo se aceptan las superficies brillantes), y despreciar a quien tiene en el armario prendas de más de dos años de edad. Sin embargo, no parecía lamentable pasar más horas frente a Telecinco que reflexionando sobre el estado de su vida, su comportamiento, o leyendo para procurar ser menos ignorantes. Comprar una vida resultaba más atractivo que cultivarla, viviendo despacio, con discreción y sencillez. Los valores, el contenido sólido y denso que sostiene a la persona, han resultado menos resplandecientes que los logotipos de las marcas.

Es cierto que la crisis de 2008 también estuvo causada por decisiones erróneas tomadas por altos cargos políticos y económicos (no el empleado de la oficina bancaria del barrio), pero a nadie obligaron a firmar una hipoteca. ¿Qué puñetas hacían escayolistas, camareros, mecánicos corrientes, comprando chalés de 200.000 € cuando apenas podían permitirse pisos de 80.000? El problema es que la población dejó de saber cuál era su sitio, creyeron la mentira venenosa del gobierno de que “todos somos iguales”, cedieron a la publicidad que les animaba a dejar de vivir como los humildes que eran, y empezar a parecerse a las celebridades de la televisión. Como si por ello fuesen a alcanzar la felicidad, o ganar autoestima o dignidad.

Esas personas que se arrastraron a sí mismas y a sus hijos a la pobreza, no reconocieron su propia negligencia (y siguen sin reconocerla), y esperaron que el Banco pensase por ellos para no tener que comportarse como adultos con capacidad de decisión. El libre albedrío ya no interesa. Entregamos uno de los mayores logros alcanzados por la raza humana, la libertad de escoger, a cambio de no abandonar la infancia, de que otra persona o entidad maneje los hilos de nuestra vida.

Cuando la fiesta acabó, cuando la burbuja estalló, que papá Estado nos salve, o que se robe al que ha hecho los deberes para dármelo a mí. Cuando el invierno se presenta, la cigarra pide con descaro a la laboriosa hormiga que comparta. Ésta, justamente, ha de dejar que la primera muera de frío o hambre. Porque hacer las cosas bien no debe tener la misma consecuencia que hacerlas mal. Pero ni los políticos ni los vecinos pagaron la hipoteca a nadie, sí lo hicieron los padres y abuelos, pensionistas, esos pobretones que intentaron educarnos en el ahorro y a quienes nosotros hicimos oídos sordos.

Amaya Guerra