Vivimos como bulímicos, engullendo para después vomitar sin haber llegado a digerir el nutriente

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FOTOGRAFÍA. ESPAÑA, ENERO DE 208, Una mujer en una tienda de ropa durante la campaña de rebajas. Efe.

El consumismo nos destroza el alma, los pulmones y la cartera. Vivimos como bulímicos, engullendo para después vomitar sin haber llegado a digerir el nutriente. Se regala a los niños sin mesura, su cerebro está colapsado y no valoran sus posesiones, siete regalos que diecisiete tienen en ellos el mismo efecto. No se les enseña a ser cuidadosos, ni se les conciencia de la pérdida de salud y el esfuerzo que supone conseguir el dinero que ha adquirido esos bienes. Tampoco se enseña a compartirlos. Desde casa se les instruye en la idea de que todo es gratis, de que no existe relación entre su buen comportamiento y calificaciones escolares (esfuerzo) y premios obtenidos. Uno tiene que recibir porque sí.

Mientras tengas pose y juguete tecnológico en la mano, eres Dios, el planeta deja de rotar si tú mañana no despiertas. El artilugio genera a menudo una sensación de poder, de conocimiento absoluto, la prepotencia de considerar que uno lo sabe todo, que no tiene nada que aprender. Un artefacto tecnológico en la mano ofrece a muchos sapiens sapiens la impresión de saber algo, de ser alguien, cuando lo que te hace superior, Persona, es lo que nadie puede quitarte. Lo que no se puede robar, y el que gusta de expropiar, nunca tendrá. Esos prehistóricos acuden con aires de grandeza y desprecio a la consulta del médico para aleccionarle, con la inseparable pantallita, en ella un ex abrupto de su prima Mari Pili la del pueblo, ¡ojo!, ¡con mil monos habiendo apretado el lapidario botón «me gusta»! Es oficial, ha sentado cátedra. Qué sabrá este empollón, que ha pasado veinte años en colegio y facultad mientras yo me emborrachaba, lanzaba eructos al aire, y me anestesiaba con la televisión.

La soberbia de los sapiens se consolida en las consultas médicas y su agresividad aumenta, como cualquier animal o niño a quien no han educado en límites, normas, y respeto. Mientras, un cartel en la sala de espera informa de que, si agreden al facultativo, pueden ir a la cárcel. El sentido común indica que el galeno expulse a las reses y les dedique un escueto «que te ayude a recuperar la salud la madre que te parió». Pero las bestias tienen derechos… el médico tiene derecho a denunciar si le escupen.

Uno no se siente animado a estudiar, sí a encaminarse a la fauna de Telecinco, a vivir de generar basura, de ser basura. El médico debe ser la autoridad en el edificio de salud, sea público o privado, y como tal todas las personas en él, empleados y pacientes, deben tratarle de usted; aunque tantos seres sufran atragantamiento cuando se trata de mostrar deferencia. Carecemos de mapa, de brújula, se ha olvidado cuál es el lugar de cada uno. No somos todos iguales, ni mucho menos. El tonto del barrio amanece creyendo ser ministro del aire.

¿Qué tiene que ocurrir para que se produzca un giro radical, cuándo despertaremos del buenismo, del borreguismo, dejaremos de tener miedo de la inquisición progre y empezaremos a defendernos con uñas y dientes, con orgullosa mano dura, sin paños calientes, de los ataques extranjeros, de todo aquello que obstaculice la unión, fortaleza y crecimiento de la patria?

Éste es mi pensamiento y corazón hechos tinta. Los progres censurarán mis palabras y me condenarán al infierno en el que no creen, porque no se puede consentir que alguien se aleje de la dictadura moderna.

España, 02 de julio de 2020

Amaya Guerra